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Aprendiendo a nadar entre olas y mareas

  • Foto del escritor: Renata González
    Renata González
  • 15 feb
  • 2 Min. de lectura

La vida es como el mar. A simple vista, parece infinita, un horizonte sin final que se extiende más allá de lo que alcanzan nuestros ojos. A veces es serena y nos permite flotar sin esfuerzo, sintiendo la calidez del sol sobre la piel y la brisa fresca que acaricia el alma. Pero otras veces, sus aguas se agitan, las olas crecen sin aviso y nos encontramos luchando por mantenernos a flote.


Y así como el mar tiene su propia voluntad, la vida también. No nos pregunta si estamos listos para la tormenta, simplemente la deja llegar. No nos da garantías de calma eterna, porque incluso en los días más soleados, la marea puede cambiar en cuestión de segundos. Y ahí es donde nos ponemos a prueba.


Algunos prefieren quedarse en la orilla, donde la arena es firme y el agua solo les toca los pies. Es seguro, predecible, pero también limitado. Nunca conocerán la sensación de dejarse llevar por la corriente, de sentir el peso del agua abrazándolos o la libertad de perderse en la inmensidad del azul. Nunca sabrán qué hay más allá de la línea del horizonte porque el miedo a lo desconocido los mantiene anclados.


Otros, en cambio, se lanzan. No porque sean valientes en todo momento, sino porque entienden que el mar, como la vida, no está hecho para ser comprendido desde la distancia. Hay que sumergirse en él, sentir su fuerza, dejar que las olas nos enseñen el ritmo de su movimiento. No se trata de luchar contra la corriente, sino de aprender a moverse con ella.


Porque cuando intentamos nadar en contra, agotamos nuestras fuerzas, nos ahogamos en la resistencia, y la desesperación nos hunde más rápido. Pero cuando entendemos que cada ola tiene su propósito, que cada corriente nos puede llevar a un nuevo destino, aprendemos a fluir.


Habrá momentos en los que el agua está en calma y otros en los que una tormenta nos haga dudar si volveremos a ver la superficie. Nos tragaremos agua, sentiremos que los brazos no responden y que el peso de todo lo que cargamos nos arrastra al fondo. Pero es en ese instante, cuando creemos que todo está perdido, cuando descubrimos lo que realmente somos capaces de hacer.


Porque, al final, nadie nace sabiendo nadar. Todos aprendemos en el proceso. Y el mar, aunque a veces nos haga sentir pequeños, también nos enseña que somos más fuertes de lo que imaginamos. Nos recuerda que incluso cuando la marea nos revuelca y nos deja sin aliento, siempre hay una manera de salir a flote.


Así que no temas sumergirte. No te asustes si las olas son más grandes de lo que esperabas. Porque la vida, como el mar, no fue hecha para temerle, sino para navegarla.


Renata.

 
 
 

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