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El eco de su voz

  • Foto del escritor: Renata González
    Renata González
  • 7 mar
  • 6 Min. de lectura

La habitación que antes era mi refugio ahora se siente como una jaula.


El aire pesa sobre mis hombros, como si el techo estuviera a punto de derrumbarse sobre mí. Respiro rápido, pero por más que intento llenar mis pulmones, el oxígeno nunca parece suficiente. Mi pecho sube y baja descontroladamente, y un nudo se aprieta en mi garganta. Siento las manos frías, los dedos entumecidos, la piel demasiado tensa, como si no me perteneciera.


Me abrazo las rodillas y entierro la cara en ellas, intentando hacerme pequeña, desaparecer entre las sábanas. Pero no puedo. La ansiedad se retuerce en mi estómago, un peso denso que no sé cómo soltar. Mi cabeza no se detiene. Es un torbellino de pensamientos que giran y giran sin sentido, sin freno.


No estás bien. Algo está mal. No puedes salir de esto. Nadie puede ayudarte.


Las voces no son reales, lo sé. No hay nadie aquí, pero se sienten tan fuertes que casi puedo escucharlas susurrándome al oído.


Antes, mi habitación era el único lugar donde podía respirar. Era mi refugio. Pero desde que mi papá murió, dejó de serlo. Ahora, en cada rincón hay un eco de su ausencia. Su voz se ha desvanecido en el aire, pero a veces juro que todavía la escucho en lo más profundo de mi mente. Y eso duele más.


El olor a lavanda en las sábanas, que solía calmarme, ahora es solo un recordatorio de lo que perdí. La lámpara que él me compró titila a veces, como si también supiera que algo está roto. Todo en esta habitación sigue igual, pero yo ya no soy la misma.


Mi pecho duele. No sé si es tristeza, ansiedad o ambas, pero es un peso insoportable.


Quiero llorar, pero las lágrimas no salen.


Quiero gritar, pero mi voz está atrapada en mi garganta.


Quiero que alguien me abrace, pero estoy sola.


Siempre estoy sola.


—No puedes quedarte atrapada en esto, mi niña.


Me congelo.


Mi cuerpo entero se queda en tensión, mis músculos rígidos, como si la habitación entera hubiera contenido el aliento conmigo.


Esa voz…


No es un pensamiento. No es mi imaginación.


Es él.


Abro los ojos de golpe, el corazón latiéndome tan fuerte que retumba en mis oídos. La lámpara titila una vez más, proyectando sombras que parecen moverse con vida propia.


Mis labios se separan para decir algo, pero el aire se queda atorado en mi garganta.


—Tienes que dejarme ir… pero primero, tienes que dejarte sentir.


No puedo verlo, pero lo siento.


En la piel, en el aire, en lo más profundo de mí.


Es imposible. No puede ser real.


Pero entonces, la lámpara parpadea de nuevo, y un escalofrío me recorre la espalda.


Pero… estoy sola.


¿No?


—¿Papi? —Mi voz se rompe en un susurro, apenas un eco tembloroso en la oscuridad. Me siento tonta al decirlo en voz alta, como si al nombrarlo pudiera hacerlo aparecer. No es como si él fuera a responder.


El silencio me responde.


Mi propia mente debe estar jugándome una mala pasada. Tal vez es solo mi desesperación, mis malditas emociones tratando de protegerme, de llenar el vacío con algo que no existe.


Pero entonces, la lámpara parpadea una vez más. Una, dos, tres veces… y de pronto, la luz se apaga por completo.


La habitación queda sumida en una oscuridad densa, absoluta.


Y lo veo.


No es una sombra, no es luz. No es su forma física, pero está ahí.


Una energía, un contorno que no pertenece a este mundo. No es un cuerpo, pero lo reconozco. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Es él.


—Sí, mi niña. Soy yo.


Su voz me envuelve como un susurro, pero también como un eco lejano, como si viniera desde algún rincón del universo. Y con ella, una brisa helada roza mi hombro. Un escalofrío me recorre la espalda.


No es solo frío. Es familiar.


Es él.


Es como cuando su mano se posaba en mi hombro, ese gesto sutil pero lleno de significado. Un recordatorio de que estaba ahí, de que me veía, de que yo no estaba sola.


Era suyo.


Era nuestro.


Mío.


Mis labios se separan para decir algo, pero ningún sonido sale de mi boca. El aire me pesa en los pulmones, mi pecho sube y baja descontrolado, y las lágrimas que me he negado a soltar durante tanto tiempo arden en mis ojos.


No puede ser real. No puede ser real.


Mi corazón late con tanta fuerza que lo siento vibrar en mi caja torácica, golpeando contra mi piel como si quisiera escapar. La presión es insoportable, como si algo invisible me apretara el pecho con fuerza.


Llevo una mano a mi corazón, tratando de contener el dolor con los dedos, como si pudiera sostenerme a mí misma.


Pero la brisa sigue ahí.


Su presencia sigue ahí.


Y la figura etérea, ese fragmento de energía que no debería existir, no desaparece.


No estoy sola.


No esta vez.


El aire en la habitación se siente más denso, cargado de algo que no puedo explicar. Cada célula de mi cuerpo grita que esto no es posible, que mi padre se ha ido, que no puede estar aquí. Pero mi alma… mi alma sabe que es él.


Las lágrimas caen sin que pueda detenerlas, calientes contra mi piel helada. Mis manos aún tiemblan sobre mi pecho, sintiendo el frenético latido de mi corazón.


—No… no puede ser real —murmuro, con la voz quebrada.


La energía frente a mí se mueve, no como algo tangible, sino como si el aire mismo se curvara a su alrededor. Siento su presencia más cerca, envolviéndome en un abrazo que no puedo tocar, pero sí sentir.


—¿Qué es real, mi niña? —Su voz es un susurro, pero resuena en cada parte de mí—. ¿El dolor que sientes? ¿El amor que aún llevas dentro? Solo porque no puedes verme como antes no significa que no estoy aquí.


Un sollozo se escapa de mi pecho.


—Me haces falta, papá —digo con la garganta cerrada—. Todo es tan difícil sin ti… No sé qué hacer con lo que siento. Es demasiado. Es como si el mundo siguiera adelante y yo… yo estuviera atrapada.


La figura etérea se mueve levemente, como si el viento la meciera. Su esencia se siente cálida y firme, como cuando me sostenía de niña para que no tropezara.


—Es porque tienes miedo de soltar. Crees que si dejas ir este dolor, también me perderás a mí.


El aire se atora en mis pulmones. ¿Es eso lo que he estado haciendo? Aferrándome al dolor porque es lo único que me queda de él.


—Pero no es así —continúa con ternura—. Yo no vivo en tu tristeza. No estoy en tu llanto. No en el vacío que sientes.


La brisa me envuelve como un murmullo en la piel.


—Estoy en cada recuerdo que te hace sonreír. Estoy en la manera en que enfrentas la vida, en la fuerza que llevas dentro, en las veces que te caes y te levantas. Estoy en ti, mi niña. Y siempre estaré.


Mis labios tiemblan.


—Pero… no sé cómo seguir sin ti.


—Siguiendo adelante no me pierdes —dice, con la voz más suave de lo que jamás la había oído—. Me honras. Me llevas contigo.


Las lágrimas ahora caen sin resistencia. Mi respiración es un desastre, pero hay algo en su voz que calma la tormenta dentro de mí.


—No puedo quedarme mucho más —susurra.


Mi pecho se contrae con una punzada de miedo.


—No… por favor…


—No es un adiós, mi niña. Solo un hasta luego.


La brisa vuelve a rozarme, más cálida esta vez, como si fueran sus dedos acomodándome un mechón de cabello detrás de la oreja. Como solía hacer cuando era niña.


Parpadeo con desesperación, pero la figura empieza a desvanecerse, como la niebla en la luz del sol.


—Papá…


—Vive, mi amor. No dejes que el miedo te haga olvidar lo hermosa que es la vida.


Y, con esas palabras, la luz de la lámpara vuelve a encenderse de golpe, llenando la habitación con su brillo amarillo tenue.


Miro a mi alrededor, con el pecho aún agitado, pero ya no hay nada.


Solo el leve aroma a su loción flotando en el aire.


Y, por primera vez en mucho tiempo, el vacío dentro de mí se siente un poco menos oscuro.


Me quedo sentada en la cama, con la mirada perdida en la nada y las lágrimas aún rodando por mis mejillas. Pero hay algo diferente esta vez. Algo que no había sentido en mucho tiempo.


Paz.


No porque el dolor haya desaparecido, sino porque ya no me siento atrapada en él.


Siempre pensé que aferrarme a la tristeza era la única forma de mantener a mi papá conmigo. Que si dejaba de sufrir, lo perdería para siempre. Pero ahora entiendo que su presencia nunca estuvo en el vacío ni en la desesperación, sino en todo lo que me enseñó, en todo lo que compartimos.


Él no era la sombra de mi tristeza.


Era la luz en mis recuerdos.


El amor que aún vive en mí.


El duelo no es olvidar, ni aferrarse al dolor como única prueba de lo que fue. Es aprender a seguir adelante con quienes amamos dentro de nosotros, en cada paso, en cada risa, en cada instante en el que elegimos vivir.


Y aunque su esencia se haya desvanecido en la luz de la lámpara, sé que nunca se ha ido realmente.


Porque mi papá está aquí.


Siempre lo ha estado.


Siempre lo estará.

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