top of page

Me alegra que duela, porque tú valías la pena

  • Foto del escritor: Renata González
    Renata González
  • 19 jun
  • 5 Min. de lectura

Cinco meses sin ti, papá, y todavía me duele como si fuera ayer


Cinco meses. Ciento cincuenta días. Miles de momentos. Y aún así, sigo sin entender del todo que te fuiste. Hoy se cumple ese tiempo desde que te despediste del mundo, pero en mí todavía estás aquí… y al mismo tiempo, tan ausente. Es como si una parte de mí se hubiera quedado congelada en el instante en que supe que ya no volverías. No importa lo que diga el calendario: para mí, el tiempo se volvió algo extraño, quebrado, incompleto.


Sigo encontrándote en todo. En los lugares menos esperados. A veces basta una palabra, un olor, una canción para que algo se rompa dentro de mí. Me pasa, sobre todo, con la música. Cat Stevens ya no suena igual. Tampoco los Beatles. Y Queen… ay, papá, Queen es otra herida abierta. Bohemian Rhapsody me duele. Antes era tu himno; hoy es una elegía. Cada vez que la escucho, te imagino diciendo, como siempre, que era “la mejor canción jamás escrita en toda la historia de la humanidad”.


Y no hay manera de escucharla sin llorar. Me arropa tu entusiasmo, pero también me pesa la ausencia. Porque la música era una forma de estar contigo. Y ahora que no estás, también se siente un poco vacía.


Hay objetos que se han vuelto santuarios de tu presencia. La playera que me traje de Guadalajara, por ejemplo. Al principio la usaba para dormir, como si al ponérmela pudiera abrazarte otra vez. Olía a ti. A tu mezcla de loción, café y vida. Ahora ya no huele a nada. O tal vez sí, pero ya no a ti. Y perder ese olor ha sido perder otra capa de tu presencia. Nadie te prepara para ese tipo de despedidas pequeñas.


Nadie te dice que un día el olor se va, que la risa se empieza a desdibujar en la memoria, que el tono de voz se vuelve un eco cada vez más tenue.


Para no olvidarte, a veces recurro a los videos. Me obligo a escucharte reír, aunque me duela. Porque hay días en los que tengo miedo de no poder recordarte con claridad. Aún guardo tu última conversación en WhatsApp. No puedo borrarla.


Es absurda la manera en que nos aferramos a las cosas, a las palabras escritas, como si eso pudiera traernos de regreso un instante contigo. Y las cartas… Te escribo como si aún pudieras leerme. Las guardo en sobres, en una caja donde también están tus fotos. Es mi ritual, mi diálogo con tu ausencia. Porque sigo necesitando hablarte, contarte cosas, decirte que te extraño.


Cada día, al salir de mi habitación, paso frente a tus cenizas. Al principio era un momento sagrado. Me detenía, te hablaba, lloraba. Hoy casi ni las miro. Me he insensibilizado, como si tuviera miedo de seguir tocando el dolor.


Y sin embargo, no puedo soltarte. No puedo liberarte. No puedo esparcir tus cenizas. Hay algo en mí que se resiste, que no quiere dar ese paso. Tal vez porque mientras estén aquí, sigues estando de algún modo. Porque el acto de dejarte ir me parece definitivo, irrevocable… y yo aún no estoy lista.


He aprendido que el duelo no es una línea recta. Que no hay un calendario que diga cuándo va a dejar de doler. Que hay días en los que puedo sonreír y hablar de ti con amor, y otros en los que el dolor me arrastra como una ola inesperada. Que no hay fórmulas. Que cada quien sobrevive como puede.


Yo sobrevivo recordándote. Escribiéndote. Escuchando las canciones que amabas. Sosteniéndome en los pedacitos de ti que quedaron en mí.


Han pasado cinco meses desde que te fuiste. Y no hay una sola célula en mi cuerpo que no haya sentido el cambio. No soy la misma desde ese día. Algo se quebró dentro de mí —algo que no he podido, ni quiero, reparar del todo.


El duelo, papá, es una forma silenciosa de soledad. Aunque me rodee gente, aunque hable, sonría o intente seguir la vida como si nada, hay una parte de mí que permanece suspendida en tu ausencia. Un rincón íntimo donde nadie puede entrar, donde solo existimos tú y yo, donde el tiempo no corre como afuera.


A veces siento que me quedé atrapada en ese instante en que supe que te habías ido, y que desde entonces camino por el mundo con un reflejo de quien era.


Y es que ya no soy la misma. Y eso me duele. Me duele porque tú ya no estás para conocer a esta nueva versión de mí, esta persona que se ha vuelto más seria, más callada, más introspectiva.


Me aterra convertirme en alguien a quien tú no reconocerías.


Me asusta que, si volvieras por un segundo, no supieras quién soy ahora. Porque no soy la que reía contigo al hablar de música, ni la que se lanzaba a la vida con la certeza de tenerte. Ahora camino con más miedo, con más peso, con más consciencia de lo frágil que es todo.


Dicen que con el tiempo el dolor disminuye. Que un día te levantas y ya no duele tanto. Que aprendes a vivir con la ausencia como quien se adapta a una cicatriz. Pero en mi caso no ha sido así. Al contrario. Cada día que pasa duele un poco más. Porque cada día es una confirmación de que realmente no volverás. Porque cada amanecer sin ti es un recordatorio brutal de lo permanente de tu partida.


Y los colores… papá, los colores también cambian. No es que la vida se haya vuelto completamente gris, pero sí un poco más apagada. Como si todo tuviera una capa de sombra encima. Las cosas que antes me hacían feliz ahora me hacen pensar en ti. Me faltas en todos los paisajes, en cada victoria, en cada cosa pequeña. Me faltas en la música, en las carcajadas que ya no suenan igual, en las conversaciones donde no estás. Me faltas en mí.


Pero, ¿sabes algo? A pesar de todo este dolor, a pesar del vacío, hay algo que me consuela. Y es este mismo dolor. Esta tristeza tan honda que me habita es también una prueba irrefutable de lo real que fue nuestro amor. Porque si me duele así, es porque lo que tuve contigo fue profundo, hermoso y verdadero. Me duele porque fuiste alguien imposible de olvidar. Me duele porque fuiste un amor que marcó mi vida.


Tu ausencia pesa, y pesará siempre. Pero también me sostiene. Me recuerda que viví algo que muchas personas no tienen: un padre que me amó, que me dejó memorias imborrables, que me enseñó con su risa, con su música, con su forma de mirar el mundo.


Me siento afortunada de llorarte, papá.


Porque no todo el mundo tiene a alguien cuya ausencia valga tanto la pena sentir. Y yo te tengo a ti. A ti, y a otros seres queridos que también me han dejado, y por quienes mi alma guarda este duelo sagrado. Me duele, sí, pero también me honra.


Me recuerda que soy capaz de amar con una intensidad que atraviesa la muerte.


Hoy, cinco meses después, sigo aprendiendo a vivir contigo en la ausencia. Sigo escribiéndote cartas que nunca leerás, escuchando canciones que ahora son plegarias, pasando frente a tus cenizas como si en ellas pudiera encontrar respuestas.


No sé cuándo podré soltar tus cenizas. Tal vez nunca. Pero eso no es porque me niegue a dejarte ir. Es porque todavía no puedo. Porque sigo buscándote en cada rincón de mi vida. Y, sobre todo, porque sé que mientras me duela, mientras me acuerde, mientras te llore, tú seguirás siendo parte de mí.


Gracias, papá, por ser tan inolvidable. Por ser tan tú. Por haber sido alguien que, incluso en la ausencia, me transforma.

Comentarios


Suscríbete para que no te pierdas nada

¡Gracias por suscribirte!

© 2035 by Cartas a un Blog Powered and secured by Wix

  • Facebook
  • Twitter
bottom of page